Ayer tuve una tarde que me quedará grabada para siempre en mi retina. Para cualquiera que no está en mí lugar le parecería que estoy exagerando, o incluso que no ve nada de especial en lo que hice. Yo puse en cada minuto que disfrutaba de mi madre todo el cariño y atención que se merece. No quiero pensar que puede que sea de los últimos días que yo la vea con un poco de fuerzas para seguir adelante. Y es que después de verla tirada en el sillón todos los días que iba a visitarla, por todo el cansancio que lleva arrastrando por su enfermedad y por todo el tratamiento que le han metido en su cuerpo, ayer me invitó a salir a dar un paseo y esta vez no era yo la que intentaba tirar de ella. Nos fuimos a una tiendecita del Barrio a ver un camisón que quería comprarse y es que me hizo una ilusión tremenda. Con sus 44 kilos de peso que se hacen notar en su extrema delgadez, su peluca que la da mucho calor y el poco aliento que tenía, salimos las dos a la calle como madre e hija. Ella me demostró la fuerza interior que tiene y su lucha por la vida. Yo no dejaba de mirarla como si fuera una figura muy valiosa y frágil que en cualquier momento se podría caer y romper. Sentí algo muy especial, no sé si es consciente, pero cada vez que la veo me da una lección de vida.
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